I.
Matías
Coros infinitos
susurran
y las sierpes ríen
y el Diablo llora
y los siervos del
Abstracto
felices y luminosos
cantan
al son de su danza
benditos
sean
benditos
todos
bendito
fin
Era de madrugada y llovía. El parking en el que dejé el coche
estaba embarrado y el restaurante era un local de carretera, grande,
vacío y frío, en el que servían poco más que café, cerveza y
bocadillos calientes. La camarera era una latina de mediana edad y
aspecto desagradable que bostezaba aburrida mientras leía una
revista de moda de la que apenas apartó la mirada cuando me atendió.
Cuando iba a salir a fumar mientras esperaba a que me sirvieran mi
desayuno, la camarera me llamó y me dijo que podía hacerlo dentro
del restaurante, que allí nadie me iba a decir nada. Me encendí mi
cigarro con el zippo oxidado que mi madre me había regalado varios
años atrás y eché un vistazo a resto de clientes del restaurante.
Un matrimonio con sus dos niños masticaba con fruición bocatas
enormes en una mesa junto a la pared, y un par de señoras
cotorreaban y sorbían sus tés sentadas junto a la barra. Pude
reconocer al hombre rechoncho que jugaba a la máquina tragaperras
con cierto desdén, pero decidí no saludarlo, convencido de que él
ni siquiera me habría reconocido. Nunca me habían gustado ni Santa
Verónica ni sus lugareños. Era una ciudad de paletos retrógrados,
de idiotas ignorantes que obedecían con fe ciega los designios de un
Dios que claramente nos abandonó hace ya mucho tiempo. No, jamás
quise volver a Santa Verónica. Pero lo hice. Por Matías, y por
Mamá.
No pude ir al entierro de Mamá. Cuando ella murió yo me
encontraba en Berlín, a miles de kilómetros de distancia, gracias a
una beca Erasmus concedida el año anterior. Matías no me llamó
inmediatamente. Esperó cuatro días antes de avisarme de que nuestra
madre había fallecido. Cuatro días, joder. Al tercer día se había
celebrado el funeral. Ni siquiera tengo derecho a estar enfadado con
él. Supongo que fue su manera de castigarme por no haber estado a su
lado durante los últimos años. Supongo que lo entiendo.
Matías siempre fue rencoroso. Rencoroso y oscuro. No la clase
de oscuro que viste de negro, se maquilla los ojos y asusta a las
viejas por la calle, no. Matías aparentaba ser un chico
completamente normal. Delgado, de mediana estatura, y con pelo corto
y rubio. Tenía los ojos negros y profundos, como los tengo yo y como
los tenía Mamá. No, lo que inquietaba de Matías no era su
apariencia física. No se trataba tampoco de su personalidad. Por lo
general era amable y bastante tranquilo. Quizás con cierta tendencia
a enfadarse por cualquier tontería, pero supongo que como la mayoría
de los adolescentes. No, tampoco era su personalidad. Era su
presencia. Una presencia extraña, incómoda. Nadie, ni siquiera yo,
podía permanecer a su lado durante mucho rato sin tener la sensación
de que algo malo iba a ocurrir.
La cosa empeoró cuando Matías descubrió su vocación. A los
diez años, mi hermano decidió que iba a ser poeta. Y realmente
valía. Es cierto que sus versos eran irregulares, crípticos y
desconcertantes. No seguía las leyes de la métrica ni utilizaba los
recursos típicos de la poesía, básicamente porque apenas los
conocía. Sin embargo, sus poemas eran tan enigmáticos como
fascinantes.
A lo largo de su adolescencia, ganó decenas de premios de
poesía juvenil de alcance nacional. Escribía sobre el tiempo, sobre
la soledad. Sobre su Dios. Bueno, debería especificar eso. Matías
escribía poemas sobre su Dios, sí. Pero su Dios no era el Dios
cristiano, el de la Biblia. Quizás debí haber mencionado esto
antes. Quizás debería haber empezado esta historia hablando del
Dios de mi hermano. Al fin y al cabo, todo esto ha sucedido por su
culpa. No por la de Matías, que no es más que una marioneta en este
cuento de pesadilla, si no por la de su Dios, aquel ser de cuya
existencia mi madre y yo supimos cuando Matías contaba con doce
años, cuando le dedicó el primero de una serie de poemas extraños
y retorcidos, más parecidos a salmos religiosos que a auténtica
poesía.
Él
nos abraza
su
regazo, caliente y amable
y
su rostro, retorcido y perfecto
dejad
que venga a nosotros
alabado
Abstracto
dejad
que nazca de nuevo
que
nos lleve a otro lugar
más
allá del tiempo
y
la realidad
más
allá de todo
más
allá
nuestro
Dios brillante
se
alza y sonríe
y
todos, sin excepción
sonreímos
con él
La primera vez que lo leí, me reí. Yo me reí, pero Mamá se
asustó. Porque Dios, su Dios, el Dios cristiano, era el único. Su
Dios cristiano era real, y un ser divino y pagano como el Abstracto,
por muy inexistente que fuera, no tenía cabida en una ciudad como
Santa Verónica. Yo intenté calmarla explicándole que solo era una
fantasía. Una fantasía escrita por un crío de doce años con una
imaginación desbordante. Mamá no pareció convencida del todo, pero
lo dejó pasar.
Yo, aficionado a las historias fantásticas y surrealistas,
animé a Matías a seguir escribiendo sobre su Abstracto, curioso por
ver cómo continuaba su historia. En ese momento no lo supe, pero
ahora comprendo que Matías nunca necesitó ni la aprobación de su
madre, ni los ánimos de su hermano mayor, para continuar escribiendo
sobre su Dios, sobre sus siervos, sobre su origen y sobre su fin
último, su hermoso Edén, aquello a lo que se refería como la
Bendición de arriba. Maldito el día en el que no cogí ese maldito
poema y lo destruí para siempre. Si lo hubiera sabido entonces... Si
hubiera podido detener a mi hermano a tiempo, nada de esto habría
sucedido, joder.