miércoles, 26 de marzo de 2014

Un Dios sangrante I

I.
Matías

Coros infinitos susurran
y las sierpes ríen
y el Diablo llora
y los siervos del Abstracto
felices y luminosos
cantan al son de su danza
benditos sean
benditos todos
bendito fin

Era de madrugada y llovía. El parking en el que dejé el coche estaba embarrado y el restaurante era un local de carretera, grande, vacío y frío, en el que servían poco más que café, cerveza y bocadillos calientes. La camarera era una latina de mediana edad y aspecto desagradable que bostezaba aburrida mientras leía una revista de moda de la que apenas apartó la mirada cuando me atendió. Cuando iba a salir a fumar mientras esperaba a que me sirvieran mi desayuno, la camarera me llamó y me dijo que podía hacerlo dentro del restaurante, que allí nadie me iba a decir nada. Me encendí mi cigarro con el zippo oxidado que mi madre me había regalado varios años atrás y eché un vistazo a resto de clientes del restaurante. Un matrimonio con sus dos niños masticaba con fruición bocatas enormes en una mesa junto a la pared, y un par de señoras cotorreaban y sorbían sus tés sentadas junto a la barra. Pude reconocer al hombre rechoncho que jugaba a la máquina tragaperras con cierto desdén, pero decidí no saludarlo, convencido de que él ni siquiera me habría reconocido. Nunca me habían gustado ni Santa Verónica ni sus lugareños. Era una ciudad de paletos retrógrados, de idiotas ignorantes que obedecían con fe ciega los designios de un Dios que claramente nos abandonó hace ya mucho tiempo. No, jamás quise volver a Santa Verónica. Pero lo hice. Por Matías, y por Mamá.

No pude ir al entierro de Mamá. Cuando ella murió yo me encontraba en Berlín, a miles de kilómetros de distancia, gracias a una beca Erasmus concedida el año anterior. Matías no me llamó inmediatamente. Esperó cuatro días antes de avisarme de que nuestra madre había fallecido. Cuatro días, joder. Al tercer día se había celebrado el funeral. Ni siquiera tengo derecho a estar enfadado con él. Supongo que fue su manera de castigarme por no haber estado a su lado durante los últimos años. Supongo que lo entiendo.
Matías siempre fue rencoroso. Rencoroso y oscuro. No la clase de oscuro que viste de negro, se maquilla los ojos y asusta a las viejas por la calle, no. Matías aparentaba ser un chico completamente normal. Delgado, de mediana estatura, y con pelo corto y rubio. Tenía los ojos negros y profundos, como los tengo yo y como los tenía Mamá. No, lo que inquietaba de Matías no era su apariencia física. No se trataba tampoco de su personalidad. Por lo general era amable y bastante tranquilo. Quizás con cierta tendencia a enfadarse por cualquier tontería, pero supongo que como la mayoría de los adolescentes. No, tampoco era su personalidad. Era su presencia. Una presencia extraña, incómoda. Nadie, ni siquiera yo, podía permanecer a su lado durante mucho rato sin tener la sensación de que algo malo iba a ocurrir.
La cosa empeoró cuando Matías descubrió su vocación. A los diez años, mi hermano decidió que iba a ser poeta. Y realmente valía. Es cierto que sus versos eran irregulares, crípticos y desconcertantes. No seguía las leyes de la métrica ni utilizaba los recursos típicos de la poesía, básicamente porque apenas los conocía. Sin embargo, sus poemas eran tan enigmáticos como fascinantes.
A lo largo de su adolescencia, ganó decenas de premios de poesía juvenil de alcance nacional. Escribía sobre el tiempo, sobre la soledad. Sobre su Dios. Bueno, debería especificar eso. Matías escribía poemas sobre su Dios, sí. Pero su Dios no era el Dios cristiano, el de la Biblia. Quizás debí haber mencionado esto antes. Quizás debería haber empezado esta historia hablando del Dios de mi hermano. Al fin y al cabo, todo esto ha sucedido por su culpa. No por la de Matías, que no es más que una marioneta en este cuento de pesadilla, si no por la de su Dios, aquel ser de cuya existencia mi madre y yo supimos cuando Matías contaba con doce años, cuando le dedicó el primero de una serie de poemas extraños y retorcidos, más parecidos a salmos religiosos que a auténtica poesía.
Él nos abraza
su regazo, caliente y amable
y su rostro, retorcido y perfecto
dejad que venga a nosotros
alabado Abstracto
dejad que nazca de nuevo
que nos lleve a otro lugar
más allá del tiempo
y la realidad
más allá de todo
más allá
nuestro Dios brillante
se alza y sonríe
y todos, sin excepción
sonreímos con él

La primera vez que lo leí, me reí. Yo me reí, pero Mamá se asustó. Porque Dios, su Dios, el Dios cristiano, era el único. Su Dios cristiano era real, y un ser divino y pagano como el Abstracto, por muy inexistente que fuera, no tenía cabida en una ciudad como Santa Verónica. Yo intenté calmarla explicándole que solo era una fantasía. Una fantasía escrita por un crío de doce años con una imaginación desbordante. Mamá no pareció convencida del todo, pero lo dejó pasar.

Yo, aficionado a las historias fantásticas y surrealistas, animé a Matías a seguir escribiendo sobre su Abstracto, curioso por ver cómo continuaba su historia. En ese momento no lo supe, pero ahora comprendo que Matías nunca necesitó ni la aprobación de su madre, ni los ánimos de su hermano mayor, para continuar escribiendo sobre su Dios, sobre sus siervos, sobre su origen y sobre su fin último, su hermoso Edén, aquello a lo que se refería como la Bendición de arriba. Maldito el día en el que no cogí ese maldito poema y lo destruí para siempre. Si lo hubiera sabido entonces... Si hubiera podido detener a mi hermano a tiempo, nada de esto habría sucedido, joder.  

martes, 25 de marzo de 2014

Un Dios sangrante. Prólogo

PRÓLOGO

Las puertas se abren
y entonces entran
luz, y sangre, y piedra
dragones brillantes
y la Bendición de arriba
y el Abstracto, celeste amigo
celeste ángel, celeste bien
lo romperá todo
hermoso encuentro
hermosa muerte
hermoso fin

Mamá siempre decía que un poeta era lo más parecido a un brujo que existía. Capaces de engañar y engatusar, de jugar con tu mente y hacerte sentir el amor más profundo o el terror más infame. Siempre supuse que Mamá decía esto porque se casó con un poeta y engendró a otro. Yo nunca me tomé en serio lo que Mamá decía. Ni siquiera mi hermano Matías, el poeta, lo hacía. Nadie se tomaba a Mamá muy en serio desde que Papá murió y a ella se le fue la cabeza. Ahora me acuerdo de ella y de lo que decía sobre los poetas y no puedo evitar reírme. Y llorar. Ojalá nunca hubiese tenido razón.

Mamá murió el mes pasado, cuatro años después de que yo me marchara de Santa Verónica, mi ciudad natal, para cursar mis estudios de Psicología en la capital. Matías me contó que apenas sufrió, que murió con una sonrisa y que nunca, nunca me culpó por no haber estado a su lado. Quizás ella no, pero Matías no pudo evitar decirme estas palabras con cierto rencor. Al fin y al cabo, abandoné a mi hermano adolescente al cuidado de una madre depresiva en una ciudad diminuta dejada de la mano de Dios. Si hubiera sabido que... si hubiera conocido las consecuencias, yo nunca... nunca habría abandonado Santa Verónica.

Ni siquiera sé por dónde empezar. Hace ya dos horas que estoy aquí sentado, frente al escritorio de una habitación de hotel, mi pequeño hogar provisional, decidido a escribirlo todo, a describir con todo lujo de detalles estos últimos días, este mes penoso, infernal, oscuro, y ni siquiera sé por dónde empezar. Ojalá pudiera explicar el horror. Ojalá pudiera hallar las palabras necesarias para describir todo aquello a lo que me he enfrentado durante mi última estancia en Santa Verónica. Ojalá pudiera.

jueves, 13 de marzo de 2014

Ángeles

      Ángeles. Ángeles benditos, no me soltéis. Coros celestiales, seres luminosos, no dejéis que caiga. Porque el abismo es profundo y horrendo y tengo miedo. Tengo mucho miedo. Cuidadme durante todos los días de mi vida. Los días fríos, los días muertos, los días rotos y también las noches. Juradme, ángeles, que nunca, nunca me soltaréis.

      ¡Ángeles! ¡Ángeles susurrantes, agarradme con fuerza! ¿No veis que caigo? ¿No veis que intento aferrarme a vosotros, a mi último aliento? ¡Y resbalo, y caigo, y no me ofrecéis vuestra ayuda! ¡Salvadores fulgentes, señores de luz! El abismo me muerde y me araña, y me atrae con tanta fuerza que no logro huir. Os necesito con toda mi alma. Os necesito. Ayudadme.

      Ángeles. Ángeles traidores. ¿Por qué me dejáis caer? Me rompéis sin piedad. Y el abismo me recibe en su regazo, profundo, horrendo y paternal. Yo creía en todos vosotros, os amaba y necesitaba como nadie en este mundo lo hacía. Erais mi todo, mi esencia, mi vida. Y me habéis abandonado.

      Ángeles. Hijos de puta. Basura. Escoria. A mí, que todo lo sacrifiqué por vosotros, así me pagáis. En sangre y cicatrices y peste y hambre. En horror y en fuego. A mí, que no quise nada en este mundo que no fuera vuestro amor. Así me pagáis. ASÍ ME PAGÁIS. HIJOS DE PUTA. HIJOS DE PUTA. HIJOS DE LA GRANDÍSIMA PUTA.

jueves, 6 de marzo de 2014

Apóstata

Ya no creo en nada. 
Ni en diablos ni promesas, 
ni en ciudades encantadas. 
Dejé de creer en Dios, 
en verdades, en pasión. 
En caminos imborrables
o demonios indomables,
en máscaras impasibles
o en "nunca existirá un adiós".

Hace ya cientos de años
que no creo en el fulgor, 
en la luz insostenible
que nos cura con calor.
Ni en cicatrices sanadas
ni locuras sin alcohol,
ni en hijos de la gran puta,
ni en ser todo corazón.

Olvidé al supuesto ángel
que me cura con amor,
y las mil noches despiertos
que prometimos los dos.
No recuerdo lo perenne,
lo longevo, las historias
que me contabas de niños 
basándote en tus memorias.

Ya se fueron las personas,
las sonrisas y el creer,
ahora soy anciano e inútil,
hazme desaparecer.

Los monstruos

      Hace mucho tiempo aún esperaba algo de Dios. Poemas y milagros y luces y ángeles. Pero ya llevo corriendo varios años, y a ambos lados de la carretera solo logro vislumbrar postes eléctricos, señales de tráfico y vacas pastando. He probado a pellizcarme el brazo para comprobar si aún estaba despierto. Duele, pero poco. Y ojalá pudiera olvidar en lo que yo me convertí y en lo que tú te convertiste, pero vale la pena conservar esos recuerdos, aunque sea solo para no olvidar lo que juntos llegamos a ser. Gigantes como estrellas y eternos como el universo. Querría explicarte qué es lo que pasó, pero en mi memoria solo hay sal y esquirlas y me rasgan como si me estuvieran desollando. Si pudiera llevarte lejos de aquí, a otro país o a otro mundo, no me lo pensaría ni un instante, en parte para protegerte del horror, en parte para protegerte de mí. No pediría ni permiso ni perdón.

      Pero me conformo con que estés en el jardín de tu casa, leyendo. Allí las sombras no pueden entrar y los fantasmas se transforman en polvo. Es en tu jardín donde no te acuerdas de mí, donde nada te duele y sanan las profundas cicatrices que sobrevivieron al fulgor. A veces me cuelo en tu jardín, descalzo y silencioso, con la única intención de observarte dormir, y tranquilizar durante unos instantes mi terrible, terrible culpa. Pero los monstruos me siguen y, tarde o temprano, encontrarán la entrada, y arañarán la madera hasta desconchar la pintura y golpearán los muros hasta quebrarlos. ¿No lo ves? Estoy tan roto que mis fragmentos puntiagudos aún persiguen y hieren la carne. Así que vete. Huye de tu jardín, tu último bastión, porque los monstruos irán allá donde yo vaya. Y yo lucho contra el capricho de contemplarte, pero soy demasiado débil. Vete de aquí, por favor, o acabarás muriendo.