jueves, 4 de diciembre de 2014

Nunca lo olvido

      Hay mil noches y hay cien días. Hay lluvia, y tristeza, y furia y peligro. De todo lo antiguo no queda ya nada bonito. Queda ruina, supongo, y queda sombra, espero. Los cristales de las ventanas estallan a un son indescriptible, y el fuego de las hogueras crepita en un ritmo rabioso y caótico. Apenas somos ya nosotros, pero lo poco que nos queda danza triste y cobarde, jugando con la torpe melodía que dibuja tu media sonrisa. Tú y yo vamos a morirnos algún día. Tú no lo recuerdas nunca, y yo nunca lo olvido. Dejo que disfrutes sin ningún recelo. Al fin y al cabo, seremos compañeros, más tarde o más temprano, y solo nos tendremos el uno al otro. Así que permito que no recuerdes ni un ápice del polvo en el que nos convertiremos, y tú bailas, y saltas, y juegas. Y yo observo, y miro, y lloro y maldigo. Los dos soñamos, aún solo, y únicamente, para despedirnos.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Toda ella

      El mundo era otra cosa antes. Más frío y más azul. Menos humano. Ahora todo es fuego y me abraso. Y no puedo. No quiero. No puedo. Antes era más fácil. El frío nos palpaba a todos. Era triste y era horrible, pero era nuestro. De todos nosotros. Ahora os veo fluir y huir y vivir y yo me pudro por dentro. Por fuera os dejo que me miréis, no tengo nada que ocultar. Es un consuelo.

      Hace no mucho tiempo decidí quemar sus cuentos podridos. Sus historias de mierda y sangre, mis miedos, mis heridas. Todo lo que ella significaba para mí. Yo ya no lo quería. Como en una ruptura, me propuse enterrar sus cuentos para poder empezar de cero. Los quise quemar para siempre y juro por mi vida que llegué a pensar que podía hacerlo. Qué risa.

      Ayer abrí, una vez más, sus cuentos podridos. Intenté quemarlos, pero no pude. Los leí. Los saboreé, los sufrí y los disfruté. Afilados, sangrientos, horribles, feísimos. Toda la mierda y toda la roña que he acumulado a lo largo de mi corta existencia, todo ello, abofeteándome una y otra vez en la cara. Toda ella, en su más pura esencia, fría, pálida, torcida, arañándome la mente. ¿Qué voy a hacer, a estas alturas? Reírme muy alto. Joderme, supongo. Morirme, tarde o temprano. Aceptar, de una vez por toda, que la obsesión de mi vida es y será, para siempre, la muerte.

lunes, 27 de octubre de 2014

No nos gritaron

      Casi rozábamos el suelo, pero nadie nos gritaba nunca. Olíamos el óxido de la sangre, la infección de las heridas. Palpábamos las esquirlas de los espejos rotos. Nos cortábamos la carne con nuestras propias uñas. Besábamos el peligro y nadie nos gritaba nunca. Por horror, por celos o por respetar al silencio, no me importa. Nos nos gritaron y ahora estamos aquí, por su culpa. Tú no puedes guardarles rencor, pero yo lo haré por los dos. Por lo que me unía a ti y por lo que nos unirá a ellos, aún muertos, aún cuando solo sean piel y gusanos. Aún cuando ya no puedan gritar.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Polvo olvidado

      No hay perdón para ninguno de nosotros. No hay piedad. No hay paciencia. No hay divinidades ni oraciones ni recuerdos ni momentos. Incluso el polvo ha sido olvidado. Ya no queda nada. Un vacío sutil que aterra tanto o más que cualquier herida.

      Es curioso, pero siento que es un terror leve, casi tierno. Es desesperanza, sí, pero también es resignación. Quizás sea así como deberíamos vivir. Temerosos, frágiles, perdidos, pero conscientes. Conscientes de la muerte, pero también de la vida. Olvidar el polvo y recordar el futuro. Y dejar que fluya, como una vez llegué a fluir contigo, pero, esta vez, completamente solo.

lunes, 8 de septiembre de 2014

La inercia, tercera parte

      "Nuestras almas trituradas y nuestros sueños convertidos en ceniza. Eso es el futuro. Eso es la inercia. Atrévete a decirme ahora que queda algún dios en esta habitación. Atrévete a susurrar oraciones de esperanza. Persígnate, imbécil. Aquí solo estamos tú y yo. Y pronto, muy pronto, ni siquiera eso."

Inercia, segunda parte

       "No hay manera de purgar todos estos cuerpos. Y sabemos que no queda tiempo. Sabemos que no queda piedad. Todos nosotros lo sabemos. Que solo nos queda dejarnos llevar por la inercia. Dejarnos llevar hasta que ya no podamos brillar más. Y entonces, solo entonces, descansar."

viernes, 8 de agosto de 2014

Inercia

      "Vivimos de nuestra propia carne. De nuestros propios huesos. De nuestra propia grasa. Es cierto que ya no caminamos con vosotros. Somos solo cuerpos. Cuerpos desidiosos, cuerpos perdidos, cuerpos quebrados. Y esperamos aquí. Y nos consumimos aquí. En nuestra habitación. Habitación sin dioses. Habitación sin fe."

martes, 5 de agosto de 2014

Espejismo

      Bailamos durante meses. "Es un vals vienés", me decía. Y yo me dejaba llevar por esa figura, luminosa y tierna. Me dejaba guiar por su luz y por su voz de ángel. Pero hubo un momento en el que intenté acariciar su piel. Parecía brillar con la fuerza de diez soles. Blanca, pura, se veía suave como algodón. Tentaba a mi tacto. Casi me lo suplicaba. Me lo exigía.

      Palpé su piel y se tornó grasienta y grisácea. De pronto, todo se rompió. "Baila conmigo", me volvió a decir. Pero ya no era brillante, ya no era blanca ni pura. Ni siquiera puedo describir aquello en lo que se había convertido. Mi guía. Mi espejismo. Entonces desperté de la ceguera que me había atado durante meses a esta habitación. Me habían engañado. Una vez más, me habían engañado.

      La estrangulé con mis propias manos. La maté. La maté y huí. 

      No vais a vencerme, hijos de puta. No esta vez.

jueves, 26 de junio de 2014

Vals vienés

      Recuerdo que era un cuarto pequeño y asfixiante. Recuerdo que las paredes estaban mugrientas y que el suelo era un cúmulo de mierda. Recuerdo toda esa suciedad. También recuerdo que, de toda la habitación, la mayor cantidad de roña y tristeza se acumulaba en mi propio ser. En mis tripas. En mis sesos. En mi vida.

      Una figura brillante pareció compadecerse de mí. "Baila conmigo", me decía, "Baila conmigo este vals y, al final de todo, te habrás curado". Yo traté de hacer oídos sordos, pero terminé cediendo. Y entonces aquella figura brillante y yo bailamos un vals casi perfecto, y nadie aplaudió, y nadie nos vio, pero sirvió para empezar a olvidar.

miércoles, 25 de junio de 2014

Sendero

      Agua
         tiempo
             sangre
                   alma
                       tierra
                          espalda
                                 sueño 
                                     fuego 
                                        muerte
                                              piedra
                                                    aguja 
                                                       sombra
          
                                                                sombra

                                                                           sombra





                                                                             Luz

Tus cuentos podridos

      Ayer noche reabrí los cajones de tu habitación, aquellos que cerraste hace ya incontables eras. Todo lo que había eran papeles viejos y caramelos sucios. Bueno, y tus cuentos. Tus cuentos podridos. Volví a leerlos. Una última vez, por lo menos. Para recordar de nuevo qué fue lo que nos pasó. Pasé las páginas lentamente, deleitándome en tus versos tristes, en mis dibujos arrugados, en todo aquello que una vez tuvimos y no supimos apreciar, y en todo aquello que nos negamos a destruir. Y entre esos capítulos perversos, crueles y punzantes como agujas, encontré tus palabras más terribles.

      "Supongo que siempre hay una despedida. Supongo que debemos rendirnos, que no podemos seguir luchando contra nosotros mismos. Supongo que esto ha sido todo. Ya solo resta abrirse a lo oscuro, dejar de lamer aquel que fue, una vez, nuestro caos más personal. Ya solo queda olvidar."

      Debería haber estado preparado para esto. Después de tanto tiempo, por lo menos podría no haberme dolido. Joder. Esto es un final. Ahora, por fin, me doy cuenta de que esto es el puto final. Y por primera vez en todos estos años, soy tan consciente, soy tan jodidamente consciente, que lo único que quiero es arrancar la última hoja de tus cuentos podridos y desgarrar mi cuello con su filo. Lo único que quiero es destrozar mi puta garganta y dejar de fluir imparable. Porque, definitivamente, ya no somos los reyes de nada. 

      Ya no hablaré más sobre ti. Ya no hablarás más sobre mí. Ya no hablaremos más sobre tus monstruos, sobre el horror, sobre el arte, la locura, las costillas. Ya no estamos unidos en un único cuerpo, ni danzamos imperturbables. Ya no somos bestias, ni ángeles, ni aves resurgiendo de nuestras cenizas. Deduzco, entonces, que así terminan tus cuentos podridos.

      Hasta nunca, cariño mío.

      Que te jodan.

martes, 24 de junio de 2014

Eras arte

      Qué bien huelen las flores del jardín. Qué bien hueles tú. Qué facilidad para hacer de ti misma un arte. Qué incapacidad para encontrar el límite y evitar rebasarlo. Qué difícil, todo esto. Qué difícil.
      Antes era tan sencillo encontrar la inspiración, saborear tu perfume de frutas del bosque, admirar tus florituras de musa y deleitarse con tus ojos de Edén... Antes todo era tan fácil como hermoso. Pero, amor mío, has cambiado. Has cambiado tanto que ya no puedo reconocerte. Has cambiado tanto que ya no quiero saborear tu perfume de frutas, que tus ojos de Edén ya no me deleitan, que tus florituras ya no me producen admiración. Has cambiado tanto, mi amor, que ya no eres tú misma.
      He decidido resignarme y arrancarte de mi piel como una costra roñosa. No será difícil, ya no eres arte. Aunque lo fuiste una vez. Qué pena, amor mío, que pena.

jueves, 12 de junio de 2014

Anatomía de nuestros pedazos

      Qué poco queda ya de nosotros. Toda nuestra carne fundida y nuestros huesos astillados y nuestras almas perforadas. Todo lo que no está vivo y, más profundamente, todo lo que no está muerto. Luego están los demás. A sus ojos somos repulsivos. A sus ojos somos rugosos y dañinos, y desprendemos un olor hediondo que los mantiene lejos, muy lejos. Mejor será, ¿no crees? Imagínate todo el espacio del mundo para nosotros, para rebañarnos hasta la sangre. Imagínate todo el tiempo del mundo para nosotros, para que nuestros cuerpos dancen infinitos como uno solo, como una bailarina imperturbable. A mí también me aterrorizan estos impulsos desquiciados, estas ganas imparables de arrancarnos los pedazos, de ser deseo, deseo, deseo. Tus piernas entrelazadas con mis piernas, y tus brazos entrelazados con mis brazos, como sierpes siamesas. Mi boca y tu cuello, tu boca y mi cuello, y los labios en las tripas y las lenguas lamiendo nuestras esencias. ¡Ya ni siquiera sabemos lo que sentimos! Solo queda el instinto. Instinto salvaje e incontrolable. Solo instinto y sangre y piel y saliva y placer. Y después, después ya nada. Creo que no hay nada. Y si lo hay, no quiero saberlo.

Los milenios

Joder, qué bonitos fuimos
tostados de tanto sol
henchidos de tanta vida
sin ninguna decisión.
Joder, qué perfectas eran
las mañanas de calor
los abrazos en los campos
las putadas por amor.

Jugábamos inherentes
ignorábamos su olor
el de la sangre oxidada
al romperse un corazón
el del hierro que rasgaba
un futuro de color
el de la noche podrida
empapada en mi sudor.

Lo perdimos, fue tan raro
un día y llegó el horror
aquellas grietas nacientes
en el fondo de los dos.
Esperaste por milenios
a que lo arreglara yo
y yo ingenuo suplicaba
"por favor, que lo haga Dios".

Hablar del Diablo

      Un martes me di cuenta de que tú y yo nunca habíamos hablado de Dios. Noté que a menudo mencionabas al Diablo, pero nunca a Dios. Yo no entendía nada. ¿Era por temor? ¿Temías más a Dios que al propio Diablo? Y si así fuera, ¿Era aquello muy valiente o muy cobarde? No pude dormir durante varios días.
      Un sábado te tropezaste y te hiciste una herida. Fui a socorrerte, y entonces vi la sangre negra y lo entendí todo.

lunes, 19 de mayo de 2014

Somos los reyes

      Por las mañanas siempre me dedicas tu mirada más resplandeciente y me dices que somos los reyes. Me gustaría poder preguntarte "¿Los reyes de qué?", pero no me atrevo por miedo a que tu respuesta sea tal y como me la imagino. Me coges de la mano y fluimos imparables entre ciudades y mundos que nuestra velocidad me impide identificar. Antes pensaba que huíamos del tiempo, que corríamos rápidos e intangibles solo para que nada ni nadie ponzoñoso pudiera alcanzarnos. Ahora no sé qué pensar. Tengo demasiadas preguntas que hacerte, pero tú solo fluyes inalcanzable. Cogida de mi mano, sí, pero inalcanzable de todos modos.

      Tu mirada se ha vuelto carnívora y tus mentiras han dejado de ser piadosas. Vuelves a ser ruido blanco, vuelves a sonar a una frecuencia que no consigo descifrar. Podría terminar con todo esto con solo decir un par de palabras. Podría desaparecer como tú lo haces, y olvidarme para siempre de ti y de tus esquirlas en mi carne. Pero no quiero. Ya no somos los reyes de nada. Bien pensado, nunca lo fuimos. Reyes de mierda y de mentira, en todo caso.

      Dejar todo esto de lado significaría que aún queda un pequeño halo de esperanza para mí. Pero hace ya mucho que huyo de los halos. Huyo como tú me enseñaste, rápido e intangible, sin rumbo fijo pero hacia delante, atravesando ciudades y mundos que desconozco. Tú, sin embargo, has decidido quedarte atrás. Ya no fluyes, ya no me miras ni resplandeciente ni carnívora. Ha cedido tu espíritu y te has resignado a una existencia que antaño considerabas vomitiva. No hay problema. Te dejaré aquí, en tu rincón seguro. Puede que te prometa volver, pero no lo cumpliré. Seguiré fluyendo, contigo o sin ti. Y nunca miraré atrás. Después de todo, jamás fuimos los reyes de nada.

domingo, 4 de mayo de 2014

Historia de amor con final feliz

      Ayer encontré una diminuta cucaracha vagando sin rumbo entre las baldosas del cuarto de baño, y me acordé de ti. Tan diminuta y perdida como lo estabas tú el día que te conocí. O mejor dicho, tan diminuta y perdida como yo pensaba que estabas el día que te conocí. Apenas lo recuerdo. Apenas una imagen. Apenas dos palabras. Antes de oírte hablar, te veía frágil como cristal. Ni siquiera había pasado una semana cuando comprendí que el frágil era yo. Como con tantos otros antes de mí, jugueteaste con mi alma y manipulaste mis hilos como un hábil titiritero. Y yo nunca te odié. Te odio ahora, es cierto, pero por otras razones.

      Pasamos juntos mucho tiempo. No el suficiente como para conocer todos y cada uno de nuestros rincones secretos, pero sí como para darnos cuenta de que las cosas no iban a salir bien. Porque yo era un pobre imbécil egoísta e impaciente, y tú una diosa retorcida e insaciable. Recuerdo cuando me contabas que te sorprendiste un día aferrándote a mí, deseando, por una vez en la vida, querer a alguien como ese alguien te quería a ti. Yo empecé a sentir tus delicadas manos cerrándose en torno a mi garganta como las garras de un ave de presa, y pasaba las noches despierto por temor a que aprovecharas mi sueño para reclamarme como tu carroña.

      La primera vez que te vi, eras una diosa. La última, un buitre. Lo tengo clavado en mi memoria. Tu apartamento, prácticamente vacío. Tú llorabas en el pasillo y yo te miraba, fingiéndome impasible, pero roto, muy roto. Te dije las cosas más monstruosas que pude formular, y aún me duelen. Eran ciertas, pero duelen. Te despediste de mí arañándome la cara con rabia. No dejó cicatriz. Al menos, no en la piel. Y así es como pensé que acabaría nuestra historia. Yo te olvidaría, tú me olvidarías. Quizás nos habríamos vuelto a ver con los años. Un reencuentro tierno, falto de todo rencor. Podría haber sido así. Si tú hubieras querido.
 
      Me llamaste un año después y me suplicaste por una visita. Al otro lado de la línea, no parecías tú misma. Te notaba calmada. Amable, quizás. Me negué dos veces, terminé accediendo. Me dijiste que vivías aún en el mismo apartamento, que siempre te negaste a dejar que todos aquellos recuerdos se esfumasen como nubes de polvo. Pero que ya estabas bien. Me lo repetiste un par de veces. Que ya estabas bien. Y yo te creí.
 
      Y seguí creyéndote cuando atravesé el rellano del edificio. Y cuando me encontré abierta la puerta de tu apartamento. Seguí creyéndote cuando me sonreíste desde el salón, cuando me pediste que tomara asiento. No puedo asegurar nada, pero tengo la certeza de que durante toda la tarde no dudé de ti ni por un segundo. No hasta que vi tu sonrisa retorcerse en una mueca cruel. No hasta que tu mirada empezó a abrasarme con todo el rencor que habías acumulado con el tiempo. No se desvaneció tu encanto, ni siquiera cuando te colocaste esa pistola entre las cejas y desparramaste tus sesos por la pared del salón. Algo quedaba aún de ese encanto la última vez que vi tu rostro sonriente, agujereado, casi perfecto e inerte sobre la alfombra empapada de sangre.

      Esta mañana he ido al cuarto de baño y me he encontrado la misma cucaracha de ayer. La que me recordó a ti. La he aplastado con el pie y he decidido olvidarme de ella para siempre.

viernes, 2 de mayo de 2014

Ella es paz

      Éramos niños y la luz del sol nos abrazaba con delicadeza maternal. Éramos niños, y las palabras eran viento y los llantos eran caducos. Éramos niños y todo era sencillo.
      Somos muy viejos ya. No de cuerpo, pero nuestras mentes nos piden descanso. Y además está ella. Es tan brillante... tan luminosa, evanescente y cálida. Ella nos recuerda a ese sol que nos bañaba en nuestra infancia. Su piel blanca como el mármol es suave y promete el fin de nuestra pena. Sonríe tranquilizadora, bajo sus sábanas, y nosotros la recibimos con los brazos abiertos, como a nuestra propia madre.
      Sé que aún somos jóvenes, pero también viejos y caducos como lo fueron una vez nuestros llantos. Y su mirada se posa en nosotros, y nuestra mirada se posa en ella. Y aunque nos sangre el corazón y nos duelan los ojos, aunque la calma oculte en su interior un terror vacío e infinito, aunque el fin nos abrase la piel y la sonrisa, en lo más profundo, es paz. Todo es paz. Ella es paz. Abraza la paz.

miércoles, 30 de abril de 2014

Animus

      Hablábamos de arte y de paraísos vírgenes, de futuros luminosos, de risas acompasadas y de miradas humanas. Llovió, nevó y amainó muchas veces, y ni por un instante te noté marchita, cariño. Créeme, lo habría hecho todo de otra manera. Pero no lo hice y ahora estamos jodidos. Estamos jodidos, cariño. No tenemos ni un rasguño y la radio está apagada, pero yo me siento como en una canción de Waits, y tú en una de Vargas. He tardado más de veinte años en comprender que siempre has sido tú. Mi monstruo del armario, mi terror nocturno. No puedo culparte, cariño, si ni siquiera eres tangible. Y además está el miedo. Todo esto ha sido por el miedo. Tu miedo. Así que no, no te culpo. Pero te odio con todo mi corazón. Y está ese puto escalofrío que nos sacude el cuerpo cada vez que pensamos en que estaremos juntos toda la vida. Ese escalofrío, cariño mío. Eso es lo peor.

jueves, 24 de abril de 2014

Emma

      Emma me llamaba todos los domingos por la noche. Su voz era suave como terciopelo. Siempre el mismo ritual. "¿Qué tal la semana?" Bien. "¿Eres feliz ya?" No, Emma, no soy feliz.
      Y entonces Emma se entristecía y no volvía a saber de ella hasta el domingo siguiente. Y ella me volvía a llamar y me preguntaba lo mismo. Y yo siempre le respondía lo mismo. Emma no quería entender que yo era incapaz de ser feliz. Que no tenía razones para serlo. Que mis mañanas eran grises porque no tenía nada ni nadie por quien vivir. Yo le explicaba esto a Emma todos los domingos, pero no servía de nada.
      Y así pasaron los meses, las semanas, los días. Invierno, primavera, verano, otoño, y Emma seguía llamándome todos los domingos por la noche, sin excepción alguna. "¿Qué tal la semana? ¿Eres feliz ya?". Yo empecé a odiar los domingos, más que nada porque se me hacía insoportable romperle el corazón cada vez que le recordaba que era incapaz de ser feliz.
      Un domingo cualquiera, Emma dejó de llamar. Yo lo noté, pero no me preocupó. Apenas me acordé de ella un par de veces a lo largo de la semana. Pero llegó de nuevo el domingo, y Emma no llamó. Pasaron las semanas y cada vez me sentía más raro. Empecé a odiar los domingos aún más que antes, a llorar más de lo normal, a enfadarme por cualquier tontería.
      Muchos meses después de la última llamada de Emma, me envalentoné y decidí llamarla yo. Nadie cogió el teléfono. Así que fui a su casa y golpeé la puerta. Una vez. Dos veces. Tres veces. Esperé, y esperé, y por un instante me temí lo peor. Pero entonces Emma abrió la puerta, sonriente, radiante, luminosa y delicada como un niño.
      Quise saber por qué me había dejado de llamar, por qué había desaparecido de mi vida como si no hubiera sido más que una ensoñación. Ella lloró durante un rato. Luego me explicó que incluso alguien como ella era capaz de perder la esperanza. Que había llegado a la conclusión de que jamás podría ayudarme. Que yo estaba condenado a vivir una vida gris e infeliz. Nos dimos un abrazo y me despedí de Emma para siempre.
      Pasaron los días y llegó el domingo. Para mi sorpresa, el teléfono sonó. Después de tantos meses, al otro lado de la línea oí de nuevo la voz de Emma, suave como terciopelo. Mi corazón dio un vuelco. Mis latidos se aceleraron. Mis labios dibujaron una enorme sonrisa. Y entonces lo entendí todo. "¿Qué tal la semana? ¿Eres feliz ya?", me preguntó. Yo le pedí que no me volviera a llamar. Tuve que insistir, pero terminó accediendo entre llantos ahogados.
      Lunes. Martes. Miércoles. Jueves. Viernes. Sábado.
      Un nuevo domingo. Llegó la noche y Emma no llamó. Pero yo sí. "¿Qué quieres?", me inquirió, claramente molesta. "¿Eres feliz ya?", le pregunté. "Yo siempre lo he sido", me respondió ella. Entonces me sentí eufórico, y mis sospechas se tornaron en realidad cuando comprendí que siempre tuve una razón para ser feliz. Una razón sonriente, radiante, luminosa y delicada como un niño.

martes, 22 de abril de 2014

Somos bestias

      Empapamos nuestras manos con la sangre de hombres buenos y con las entrañas de mujeres justas. Prometimos finales felices y sonrisas duraderas. Juramos por el orgullo y por la paz. ¿Dónde quedó todo aquello? Quizás al principio fuimos así. Quizás nosotros también éramos buenos y justos, quizás creíamos en el cambio.
      Ya han pasado los años y no necesitamos seguir ocultando nuestra verdadera naturaleza. Somos bestias inhumanas, monstruos enloquecidos que bramamos incoherentes al ritmo que marca esta sed de sangre, creciente e imparable. Somos lo que nunca deseamos, nuestros peores enemigos, somos la prueba de las palabras de Plauto. Somos lobos.

sábado, 19 de abril de 2014

Estirar acero

      Contraluces y miradas es todo lo que nos queda. Fragmentos inútiles. El resto se volvió cenizas y fue robado por el viento y por el tiempo. Y nos quedamos completamente solos. No hubo miseria ni dolor, solo un silencio perenne y minúsculas motas de rabia que flotaban sobre nuestras cabezas. Alguien lloró en algún momento, pero ni siquiera recordamos quién.
      Intentamos estirar acero, forzar algo tenue e intangible que nunca nos perteneció. Es triste, pero ya somos mayores y va siendo hora de admitir lo que tanto temíamos. Que va a doler mucho. Todo esto, desde el principio hasta el final, va a doler más de lo que nos imaginábamos. Yo no sé si podré soportarlo. Pero si no lo logro, si me quedo a la mitad del camino, si me niego a luchar, hacedlo vosotros por mí. Brillad como yo quise hacerlo, por lo menos una vez. 

viernes, 18 de abril de 2014

Las costillas

       "Su piel podrida dejaba entrever la marca de las costillas, y ese hambre brutal de placer que los consumía desde hacía mucho tiempo salió a la luz por fin. Se devoraron sin un ápice de piedad, bebiéndose hasta los posos, mutilando sus cuerpos con crueldad impasible, disfrutando cada uno de los arañazos en la espalda, cada uno de los mordiscos en el cuello, cada año de vida que se robaban el uno al otro. Tal era la saña con la que se destrozaron durante días que no fue hasta el final de todo cuando descubrieron que ya no eran más que un laberinto de huesos y jirones de piel, y que habían dejado de ser lo que una vez fueron, para empezar a ser lo que nunca quisieron."

domingo, 6 de abril de 2014

Todo

      Lo odio. Lo odio todo. Odio los bares, con su música de mierda. Odio a las tías con sus minifaldas y sus peinados y sus caras pintadas como puertas, y a los tíos con su pelo engominado y sus putas camisas negras o blancas o grises abrochadas hasta el penúltimo botón. Odio salir de fiesta y entender que ese no es mi sitio, que quiero huir de ahí. Odio tu puta felicidad insoportable, tu capacidad para disfrutar los momentos sin pensar en las consecuencias, tu inocencia y tu ignorancia. Odio que lo bueno se acabe y que, mientras tú saboreas su diminuto rastro, yo me arañe la cara porque ni siquiera pude llegar a catarlo. Odio saber que tendrás tu repugnante vida perfecta, que sentirás y amarás tanto como yo odio, y que jamás podrás entenderme. Te odio a ti. Sobre todas las cosas. Quienquiera que seas.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Un Dios sangrante I

I.
Matías

Coros infinitos susurran
y las sierpes ríen
y el Diablo llora
y los siervos del Abstracto
felices y luminosos
cantan al son de su danza
benditos sean
benditos todos
bendito fin

Era de madrugada y llovía. El parking en el que dejé el coche estaba embarrado y el restaurante era un local de carretera, grande, vacío y frío, en el que servían poco más que café, cerveza y bocadillos calientes. La camarera era una latina de mediana edad y aspecto desagradable que bostezaba aburrida mientras leía una revista de moda de la que apenas apartó la mirada cuando me atendió. Cuando iba a salir a fumar mientras esperaba a que me sirvieran mi desayuno, la camarera me llamó y me dijo que podía hacerlo dentro del restaurante, que allí nadie me iba a decir nada. Me encendí mi cigarro con el zippo oxidado que mi madre me había regalado varios años atrás y eché un vistazo a resto de clientes del restaurante. Un matrimonio con sus dos niños masticaba con fruición bocatas enormes en una mesa junto a la pared, y un par de señoras cotorreaban y sorbían sus tés sentadas junto a la barra. Pude reconocer al hombre rechoncho que jugaba a la máquina tragaperras con cierto desdén, pero decidí no saludarlo, convencido de que él ni siquiera me habría reconocido. Nunca me habían gustado ni Santa Verónica ni sus lugareños. Era una ciudad de paletos retrógrados, de idiotas ignorantes que obedecían con fe ciega los designios de un Dios que claramente nos abandonó hace ya mucho tiempo. No, jamás quise volver a Santa Verónica. Pero lo hice. Por Matías, y por Mamá.

No pude ir al entierro de Mamá. Cuando ella murió yo me encontraba en Berlín, a miles de kilómetros de distancia, gracias a una beca Erasmus concedida el año anterior. Matías no me llamó inmediatamente. Esperó cuatro días antes de avisarme de que nuestra madre había fallecido. Cuatro días, joder. Al tercer día se había celebrado el funeral. Ni siquiera tengo derecho a estar enfadado con él. Supongo que fue su manera de castigarme por no haber estado a su lado durante los últimos años. Supongo que lo entiendo.
Matías siempre fue rencoroso. Rencoroso y oscuro. No la clase de oscuro que viste de negro, se maquilla los ojos y asusta a las viejas por la calle, no. Matías aparentaba ser un chico completamente normal. Delgado, de mediana estatura, y con pelo corto y rubio. Tenía los ojos negros y profundos, como los tengo yo y como los tenía Mamá. No, lo que inquietaba de Matías no era su apariencia física. No se trataba tampoco de su personalidad. Por lo general era amable y bastante tranquilo. Quizás con cierta tendencia a enfadarse por cualquier tontería, pero supongo que como la mayoría de los adolescentes. No, tampoco era su personalidad. Era su presencia. Una presencia extraña, incómoda. Nadie, ni siquiera yo, podía permanecer a su lado durante mucho rato sin tener la sensación de que algo malo iba a ocurrir.
La cosa empeoró cuando Matías descubrió su vocación. A los diez años, mi hermano decidió que iba a ser poeta. Y realmente valía. Es cierto que sus versos eran irregulares, crípticos y desconcertantes. No seguía las leyes de la métrica ni utilizaba los recursos típicos de la poesía, básicamente porque apenas los conocía. Sin embargo, sus poemas eran tan enigmáticos como fascinantes.
A lo largo de su adolescencia, ganó decenas de premios de poesía juvenil de alcance nacional. Escribía sobre el tiempo, sobre la soledad. Sobre su Dios. Bueno, debería especificar eso. Matías escribía poemas sobre su Dios, sí. Pero su Dios no era el Dios cristiano, el de la Biblia. Quizás debí haber mencionado esto antes. Quizás debería haber empezado esta historia hablando del Dios de mi hermano. Al fin y al cabo, todo esto ha sucedido por su culpa. No por la de Matías, que no es más que una marioneta en este cuento de pesadilla, si no por la de su Dios, aquel ser de cuya existencia mi madre y yo supimos cuando Matías contaba con doce años, cuando le dedicó el primero de una serie de poemas extraños y retorcidos, más parecidos a salmos religiosos que a auténtica poesía.
Él nos abraza
su regazo, caliente y amable
y su rostro, retorcido y perfecto
dejad que venga a nosotros
alabado Abstracto
dejad que nazca de nuevo
que nos lleve a otro lugar
más allá del tiempo
y la realidad
más allá de todo
más allá
nuestro Dios brillante
se alza y sonríe
y todos, sin excepción
sonreímos con él

La primera vez que lo leí, me reí. Yo me reí, pero Mamá se asustó. Porque Dios, su Dios, el Dios cristiano, era el único. Su Dios cristiano era real, y un ser divino y pagano como el Abstracto, por muy inexistente que fuera, no tenía cabida en una ciudad como Santa Verónica. Yo intenté calmarla explicándole que solo era una fantasía. Una fantasía escrita por un crío de doce años con una imaginación desbordante. Mamá no pareció convencida del todo, pero lo dejó pasar.

Yo, aficionado a las historias fantásticas y surrealistas, animé a Matías a seguir escribiendo sobre su Abstracto, curioso por ver cómo continuaba su historia. En ese momento no lo supe, pero ahora comprendo que Matías nunca necesitó ni la aprobación de su madre, ni los ánimos de su hermano mayor, para continuar escribiendo sobre su Dios, sobre sus siervos, sobre su origen y sobre su fin último, su hermoso Edén, aquello a lo que se refería como la Bendición de arriba. Maldito el día en el que no cogí ese maldito poema y lo destruí para siempre. Si lo hubiera sabido entonces... Si hubiera podido detener a mi hermano a tiempo, nada de esto habría sucedido, joder.  

martes, 25 de marzo de 2014

Un Dios sangrante. Prólogo

PRÓLOGO

Las puertas se abren
y entonces entran
luz, y sangre, y piedra
dragones brillantes
y la Bendición de arriba
y el Abstracto, celeste amigo
celeste ángel, celeste bien
lo romperá todo
hermoso encuentro
hermosa muerte
hermoso fin

Mamá siempre decía que un poeta era lo más parecido a un brujo que existía. Capaces de engañar y engatusar, de jugar con tu mente y hacerte sentir el amor más profundo o el terror más infame. Siempre supuse que Mamá decía esto porque se casó con un poeta y engendró a otro. Yo nunca me tomé en serio lo que Mamá decía. Ni siquiera mi hermano Matías, el poeta, lo hacía. Nadie se tomaba a Mamá muy en serio desde que Papá murió y a ella se le fue la cabeza. Ahora me acuerdo de ella y de lo que decía sobre los poetas y no puedo evitar reírme. Y llorar. Ojalá nunca hubiese tenido razón.

Mamá murió el mes pasado, cuatro años después de que yo me marchara de Santa Verónica, mi ciudad natal, para cursar mis estudios de Psicología en la capital. Matías me contó que apenas sufrió, que murió con una sonrisa y que nunca, nunca me culpó por no haber estado a su lado. Quizás ella no, pero Matías no pudo evitar decirme estas palabras con cierto rencor. Al fin y al cabo, abandoné a mi hermano adolescente al cuidado de una madre depresiva en una ciudad diminuta dejada de la mano de Dios. Si hubiera sabido que... si hubiera conocido las consecuencias, yo nunca... nunca habría abandonado Santa Verónica.

Ni siquiera sé por dónde empezar. Hace ya dos horas que estoy aquí sentado, frente al escritorio de una habitación de hotel, mi pequeño hogar provisional, decidido a escribirlo todo, a describir con todo lujo de detalles estos últimos días, este mes penoso, infernal, oscuro, y ni siquiera sé por dónde empezar. Ojalá pudiera explicar el horror. Ojalá pudiera hallar las palabras necesarias para describir todo aquello a lo que me he enfrentado durante mi última estancia en Santa Verónica. Ojalá pudiera.

jueves, 13 de marzo de 2014

Ángeles

      Ángeles. Ángeles benditos, no me soltéis. Coros celestiales, seres luminosos, no dejéis que caiga. Porque el abismo es profundo y horrendo y tengo miedo. Tengo mucho miedo. Cuidadme durante todos los días de mi vida. Los días fríos, los días muertos, los días rotos y también las noches. Juradme, ángeles, que nunca, nunca me soltaréis.

      ¡Ángeles! ¡Ángeles susurrantes, agarradme con fuerza! ¿No veis que caigo? ¿No veis que intento aferrarme a vosotros, a mi último aliento? ¡Y resbalo, y caigo, y no me ofrecéis vuestra ayuda! ¡Salvadores fulgentes, señores de luz! El abismo me muerde y me araña, y me atrae con tanta fuerza que no logro huir. Os necesito con toda mi alma. Os necesito. Ayudadme.

      Ángeles. Ángeles traidores. ¿Por qué me dejáis caer? Me rompéis sin piedad. Y el abismo me recibe en su regazo, profundo, horrendo y paternal. Yo creía en todos vosotros, os amaba y necesitaba como nadie en este mundo lo hacía. Erais mi todo, mi esencia, mi vida. Y me habéis abandonado.

      Ángeles. Hijos de puta. Basura. Escoria. A mí, que todo lo sacrifiqué por vosotros, así me pagáis. En sangre y cicatrices y peste y hambre. En horror y en fuego. A mí, que no quise nada en este mundo que no fuera vuestro amor. Así me pagáis. ASÍ ME PAGÁIS. HIJOS DE PUTA. HIJOS DE PUTA. HIJOS DE LA GRANDÍSIMA PUTA.

jueves, 6 de marzo de 2014

Apóstata

Ya no creo en nada. 
Ni en diablos ni promesas, 
ni en ciudades encantadas. 
Dejé de creer en Dios, 
en verdades, en pasión. 
En caminos imborrables
o demonios indomables,
en máscaras impasibles
o en "nunca existirá un adiós".

Hace ya cientos de años
que no creo en el fulgor, 
en la luz insostenible
que nos cura con calor.
Ni en cicatrices sanadas
ni locuras sin alcohol,
ni en hijos de la gran puta,
ni en ser todo corazón.

Olvidé al supuesto ángel
que me cura con amor,
y las mil noches despiertos
que prometimos los dos.
No recuerdo lo perenne,
lo longevo, las historias
que me contabas de niños 
basándote en tus memorias.

Ya se fueron las personas,
las sonrisas y el creer,
ahora soy anciano e inútil,
hazme desaparecer.

Los monstruos

      Hace mucho tiempo aún esperaba algo de Dios. Poemas y milagros y luces y ángeles. Pero ya llevo corriendo varios años, y a ambos lados de la carretera solo logro vislumbrar postes eléctricos, señales de tráfico y vacas pastando. He probado a pellizcarme el brazo para comprobar si aún estaba despierto. Duele, pero poco. Y ojalá pudiera olvidar en lo que yo me convertí y en lo que tú te convertiste, pero vale la pena conservar esos recuerdos, aunque sea solo para no olvidar lo que juntos llegamos a ser. Gigantes como estrellas y eternos como el universo. Querría explicarte qué es lo que pasó, pero en mi memoria solo hay sal y esquirlas y me rasgan como si me estuvieran desollando. Si pudiera llevarte lejos de aquí, a otro país o a otro mundo, no me lo pensaría ni un instante, en parte para protegerte del horror, en parte para protegerte de mí. No pediría ni permiso ni perdón.

      Pero me conformo con que estés en el jardín de tu casa, leyendo. Allí las sombras no pueden entrar y los fantasmas se transforman en polvo. Es en tu jardín donde no te acuerdas de mí, donde nada te duele y sanan las profundas cicatrices que sobrevivieron al fulgor. A veces me cuelo en tu jardín, descalzo y silencioso, con la única intención de observarte dormir, y tranquilizar durante unos instantes mi terrible, terrible culpa. Pero los monstruos me siguen y, tarde o temprano, encontrarán la entrada, y arañarán la madera hasta desconchar la pintura y golpearán los muros hasta quebrarlos. ¿No lo ves? Estoy tan roto que mis fragmentos puntiagudos aún persiguen y hieren la carne. Así que vete. Huye de tu jardín, tu último bastión, porque los monstruos irán allá donde yo vaya. Y yo lucho contra el capricho de contemplarte, pero soy demasiado débil. Vete de aquí, por favor, o acabarás muriendo.

viernes, 28 de febrero de 2014

La espera

      Puedes oírles respirar. Cuando cruje la madera del piso, o cuando vibran las paredes de la habitación. Cuando el viento agita las cortinas en su baile espectral, y la luna sonríe lastimera a través del cristal. Puedes oírlos. Están ahí, esperando. Suenan sus gemidos, y sus lágrimas humedecen el techo del pasillo. Piensas que estás solo, pero ellos nunca se van. Al otro lado del espejo, ellos te observan. En las esquinas sombrías, ellos te vigilan. Entre las flores del jardín, ellos te esperan. Calma, aliento, horror.

      Ellos te esperan.

lunes, 24 de febrero de 2014

Las arrugas exquisitas

      Recorrió una senda de delicias con pies de barro. Se arrancó las arrugas exquisitas, formando círculos de polvo. No dejó que ninguno de nosotros lo ayudara, por miedo al tiempo. Y cambió todo lo que había conocido por un intento de amar. No funcionó, pero aprendió la lección.

      Compartió con nosotros su mirada prisionera, y nos dejó de recuerdo sus retorcidos pensamientos, convencido de que, tarde o temprano, aprenderíamos a entenderlo. Y la caída fue tan gloriosa que nos lloraron los ojos, que nos henchimos de orgullo por primera y última vez. Porque su vida fue tormento y bruma, pero su muerte fue tan inesperadamente sublime, que su recuerdo nos abraza con calidez en las horas más vacías.

      Quisiéramos deciros que es siempre así. Que lo único que sobrevivió al horror fue la calma y algunos bonitos fragmentos del pasado, pero no os queremos mentir. Porque las noches son infinitas y su rostro aterrorizado nos espera en cada sueño. Porque de día solo hay paz, pero el sol se pone y los fantasmas nos recuerdan que no pudimos hacer nada, y que jamás conoció la felicidad. Quisiéramos decir que todo terminó, que la vida sigue y las cosas se olvidan, pero no es verdad. Sigue doliendo.

jueves, 20 de febrero de 2014

El rey de las ratas, acto tercero

Juzgados. Todos los animales, excepto el Mono, se reúnen en torno al Rey Rata.

Rey:  Temed, miembros del Consejo de animales. Pues he hallado al fin al culpable de aquel terrible crimen.
Mariposa: ¡Habla entonces!
Búho: ¡Adelante, yo no tengo miedo!
Oso: ¡La verdad, por el Dios Gusano!
Conejo: ¡Estamos impacientes!

El Mono aparece en el escenario. Todos se giran hacia él. El Mono se acerca tambaleándose, escupiendo el mismo líquido negro y espeso que tosió el Rey Rata, y goteándolo por manos y pies descalzos. Cuando se une a la reunión, vuelven a mirar todos al Rey Rata.
Rey: Durante los últimos días, he investigado a todos y cada uno de los animales del Consejo. La realidad, la realidad que temíais, es que todos los que aquí estamos teníamos razones para cometer tal crimen.
Búho: ¡Falacias!
Mariposa: Avergonzante.
Conejo: ¿No es cierto, Mariposa, que el Sapo aplastó tus flores?
Mariposa: Tan cierto como que se burló de la torpeza del Oso.
Oso: Sin olvidarnos del día que atacó con piedras al Búho, solo para divertirse.
Búho: ¿No era el Sapo tu fiel consejero y confidente, Rey de las Ratas? El que conocía todos tus secretos, buenos y malos.
Rey: Así es. Todos somos sospechosos, a excepción del Mono.
Búho: El Mono está muerto.

Todos miran hacia el Mono, que apenas hace un movimiento.

Sapo: ¿Quién me mató, entonces? ¿Fue un ardid que entre todos planeasteis?
Búho: ¡Otra acusación injusta!

Mariposa: ¡Esto ya pasa de castaño a oscuro!
Oso: Comparto tu opinión, por esta vez.
Rey: Gusano.

Los animales se quedan en silencio.

Sapo: ¿Qué has dicho, Rey de las Ratas?
Rey: Es el Gusano.
Conejo: ¿El Gusano?
Mariposa: Dios Gusano, para ti.
Rey: Nunca está. Pero siempre está. En nuestras palabras. En nuestras miradas. En nuestras maldiciones. Es el Dios Gusano. La bestia. El monstruo. Amante de cadáveres. Recolector de muerte. La Parca invertebrada.
Oso: Explícate, Rey de las Ratas.
Rey: Todos nosotros lo hemos alojado. Todos nosotros lo acogimos y adoramos. Entre sombras y terciopelo, el Gusano se convirtió en nuestro huésped. Sangre pétrea, del color del alquitrán. El Dios Gusano mató al Sapo, y después al Mono.
Búho: ¡El Mono se suicidó!
Rey: ¡Igual que hizo el Sapo, poseído por la rabia y el lamento que el Gusano deja a su paso!
Conejo: ¡Bromeas!

El Mono empieza a bailar.

Mono: ¡El Sapo está muerto! ¡El Mono está muerto! ¡El Dios Gusano nos mató! ¡EL DIOS GUSANO NOS MATÓ!
Mariposa: Pero entonces... ¿No fue ninguno de nosotros?
Rey: El Gusano mata. El Gusano mata. El Gusano mata.
Sapo: Uno de nosotros, sin lugar a dudas, lleva aún al Dios Gusano en su sangre.
Búho: Nos hemos vuelto locos, definitivamente.
Rey: Dios Gusano.
Sapo: Dios Gusano.
Mono: Dios Gusano.
Conejo: Dios Gusano.
Mariposa: Dios Gusano.
Oso: Dios Gusano.
Búho: Dios Gusano.

Todos los personajes empiezan a escupir el líquido negro y espeso, y este empieza a cubrir sus cuerpos. Poco a poco, en una danza extraña y retorcida, los animales van cayendo al suelo y quedándose estáticos. Al final, solo quedan el Rey de las Ratas y el Sapo en pie.

Sapo: Uno de vosotros me mató.
Rey: El Dios Gusano.
Sapo: Sí, el Dios Gusano. ¿Pero cuál de todos?

El Rey de las Ratas se desploma en el suelo, y el Sapo baila su danza una última vez. La luz vuelve a encenderse y apagarse de forma intermitente, y poco a poco todos se levantan para rodear al Sapo. La luz se apaga definitivamente.

Fin de la obra

El rey de las ratas, entreacto

Juzgados. El escenario está vacío. El Sapo aparece, se planta en el centro del escenario y mira hacia el público.

Sapo: En ocasiones os siento cercanos, amigos, hermanos y amantes de tiempos pasados que vuelven, tarde o temprano, a mi regazo, a mi hedionda vera. Otras veces, sin embargo, os encuentro raquíticos, consumidos por instintos salvajes y pasiones destructivas. Me teméis y adoráis con igual magnitud, soy vuestro pánico más racional, vuestra amiga y vuestra condena. Henchidos de bravura y cólera, os enfrentáis a mis besos con uñas y dientes, pero no os servirá de nada. Soy de todos y de nadie. Los solitarios se acercan a mí, inconscientes. Los amantes me rechazan, pero en ocasiones se atreven a jugar conmigo. Los suicidas me diluyen en sus botellas de alcohol, esperándome pacientes al final de su último trago. Los niños no me conocen, y los viejos no me recuerdan. Permito que bailéis conmigo al ritmo que marca mi danza macabra, pues hubo un tiempo en el que os traté como a iguales. Soy vuestro único amor verdadero, vuestro misterio y vuestro secreto. No hace falta que vengáis a mí, esperaré. No demasiado, pero esperaré. Soy sombra y neblina, soy vacío y duda. Soy la Muerte, y siempre espero.

La luz se apaga.

Fin del entreacto

miércoles, 19 de febrero de 2014

El rey de las ratas, acto segundo

Todos los animales se reúnen en los juzgados. El Rey Rata preside el juicio. A su izquierda, el Sapo. A la derecha, el Conejo y el Oso. Más a la izquierda del escenario, están la Mariposa, el Búho y el Mono.

Rey: Comienza el juicio. El Consejo de los Animales contra el asesino.
Mono: Señor Mono, si no es molestia.
Oso: Eres un asesino. A nadie, hombre, planta o bestia, le interesa tu estatus o especie.

El Sapo susurra algo al Rey Rata, quien asiente con la cabeza.

Búho: Déjese de secretos, Sapo. Estamos en un juicio.
Mariposa: ¡Eso! ¡Lo que tenga que decir, dígaselo a todos!

El Sapo se mantiene callado.

Conejo: No me gusta reconocerlo, pero esta vez daré la razón al Búho y la Mariposa.
Oso: Tan grave no será, Sapo. Los secretos no son más que verdades avergonzantes. ¿No es este un momento precioso para perder la vergüenza?
Mono: Dios Gusano. Dios Gusano.
Rey: ¿Qué has dicho, Mono?

Todos los personajes se quedan en silencio. De pronto, el Mono comienza a convulsionarse y hacer movimientos retorcidos y exagerados.

Mono: ¡El Sapo está muerto! ¡EL SAPO ESTÁ MUERTO!
Rey: ¡Silencio, Mono!
Mono: ¡NO VA A VOLVER! ¡EL SAPO NO VA A VOLVER!

Todos los animales, excepto el Rey Rata y el Sapo, rodean al Mono, que sigue convulsionándose y empieza a sangrar. De pronto, el Mono se queda quieto, muerto, sobre un charco de sangre. El Búho se arrodilla junto a él y le toma el pulso.

Búho: ¡Está muerto!

Todos los animales se quedan estupefactos, y de pronto miran hacia el Rey Rata, que no sabe qué hacer.

Sapo: Un giro de los acontecimientos.
Mariposa: ¿Algo que objetar, Rey de las Ratas?
Rey: ¡Callaos! ¡CALLAOS DE UNA VEZ!

De pronto, el Conejo se pone a chillar estrepitosamente.

Conejo: ¡IIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIHHHH!

Los animales se ponen en fila, de cara al público y frente al cadáver del Mono, empiezan a mojar las manos en el charco de sangre y a extenderlas hacia el público. El Rey de las Ratas empieza a toser y agarrarse el pecho, incapaz de respirar. Tose un líquido negro y espeso.

Sapo: El Rey de las Ratas no se encuentra bien.
Oso: Con el acusado muerto y el juez indispuesto, está claro que es menester cancelar el juicio.
Búho: La verdad se mantiene oculta, entonces. Como me prometió el Dios Gusano.
Conejo: ¡Deja ya tus sospechas y tus conspiraciones, Búho imbécil! ¡Nadie confía en ti! ¡Ni siquiera tu amiga Mariposa!
Rey: ¡Basta! ¡BASTA BASTA BASTA!

Todos se quedan en silencio. Poco a poco, los animales hacen mutis hasta que solo quedan el Rey Rata y el Sapo, junto al cadáver del Mono. El Rey Rata susurra.

Rey: La sangre... la sangre... la sangre pétrea...

Se apagan las luces.

Fin del acto segundo

El rey de las ratas, acto primero

Juzgados. El Rey Rata se lamenta, sentando en una silla. Después de un momento en silencio, entra el Sapo, que se acerca al Rey, extrañado.

Sapo: ¿Lloras acaso, Rey de las Ratas?
Rey: Déjame, Sapo. No es el momento.
Sapo: ¿Es el juicio que esta noche va a acontecer lo que te atormenta? ¿El paso del tiempo? ¿El miedo a la nada? ¿Es el señor Mono el culpable? ¿Eres tú mismo? Las cosas cambian a menudo, ya lo dijo el Dios Gusano.
Rey: Ya lo sabes tú bien.
Sapo: Yo no sé nada, solo soy un sapo.
Rey: Y yo una rata.
Sapo: El Rey de las Ratas, permite que te corrija.
Rey: Rey o excremento. Tal día como hoy, no hay diferencia.

Entra la Mariposa, seguida del Búho.

Mariposa: Qué suerte que ya estáis aquí.
Sapo: Aún no ha empezado el juicio.
Búho: Pero lo hará.
Rey: ¿Venís a confundirme más? ¿Venís a provocar el caos? Márchate, Mariposa. Desaparece, Búho. No hay lugar para vosotros en mis juzgados. No mientras no empiece el juicio.

El Búho se acerca al Rey, y le susurra al oído.

Búho: Yo lo sé todo, Rey de las Ratas. Vigilo día y noche con estos ojos, ardientes de odio y venganza. Y como guardián de la verdad que soy, lograré que todo salga a la luz. Así lo juro, por el Dios Gusano.
Sapo: ¿No has oído al Rey, pajarraco insistente? Piérdete con tu Mariposa.
Mariposa: Alguien va a morir, presumo.
Sapo: ¡Bien valen tus presunciones en este juicio! ¡A conspirar a otra parte, que más que otra criatura, parecéis serpientes!
Mariposa: Sangre pétrea, y nada más.

El Búho y la Mariposa hacen mutis. Mientras salen, se topan de bruces con el Oso y el Conejo.

Conejo: Valiente juicio nos espera.
Oso: ¡Valiente optimismo el tuyo! Mi madre me enseñó a no esperar nada de la nada. Tampoco espero todo del todo. Lo primordial es romperse. Romperse en la dirección soñada, y nada más. La misma opinión comparte con el Dios Gusano.
Conejo: Tú siempre tan poeta, Oso. No entiendo ni jota.
Oso: Ni jota es necesario que entiendas. Como ni jota es necesario que entienda el público de este juicio.

El Sapo se aparta un momento para ordenar unos papeles. El Oso aprovecha para acercarse al Rey, que no se levanta de su silla, y susurrarle al oído.

Oso: El Sapo está muerto.

Todos se quedan en silencio, completamente quietos. De pronto, el Sapo camina hasta el centro del escenario y comienza a bailar una danza extraña al ritmo de la música. El resto de personajes hacen mutis, poco a poco, hasta dejar solo al Sapo, bailando su danza. Después de un rato bailando, el Mono aparece en el escenario, acercándose lentamente al Sapo. La luz se apaga y enciende intermitentemente, y el Mono cada vez está más cerca. Cuando el Mono casi ha alcanzado al Sapo, la luz se apaga completamente.

Fin del acto primero

La piel arañada

      Es cierto que hace mucho tiempo que nos vemos quebrados y ajados. Es cierto que nos dimos de bruces con la realidad años atrás, cuando aún no sabíamos lo mucho que nos marchitaríamos. Es cierto que lo dejamos todo de lado por una falsa verdad, un espejo sucio que nos impedía ver más allá de nuestros propios rostros. Me pregunto cuánto tiempo nos queda antes de que las arrugas nos consuman. Poco, me temo. Muy poco, me temo. Pero eso ya no importa. Ya no me incumbo. Ya no os incumbís. Estaremos aquí por los siglos de los siglos. Tendremos toda la eternidad para desempañar el cristal. Las arterias secas y el corazón de madera. Los ojos vacíos y los huesos de cristal. La sangre pétrea. La piel arañada.